¿Qué paralelismo puede establecerse entre el mundo de 1914 y el de los años noventa? Éste cuenta con cinco o seis mil millones de seres humanos, aproximadamente tres veces más que al comenzar la primera guerra mundial, a pesar de que en el curso del siglo XX se ha dado muerte o se ha dejado morir a un número más elevado de seres humanos que en ningún otro período de la historia. Una estimación reciente cifra el número de muertes registrado durante la centuria en 187 millones de personas, lo que equivale a más del 10 por 100 de la población total del mundo en 1990. La mayor parte de los habitantes que pueblan el mundo en el decenio de 1990 son más altos y de mayor peso que sus padres, están mejor alimentados y viven muchos más años, aunque las catástrofes de los años ochenta y noventa en África, América Latina y la ex Unión Soviética hacen que esto sea difícil de creer. El mundo es incomparablemente más rico de lo que ha sido nunca por lo que respecta a su capacidad de producir bienes y servicios y por la infinita variedad de los mismos. De no haber sido así, habría sido imposible mantener una población mundial varias veces más numerosa que en cualquier otro período de la historia del mundo.
Hasta el decenio de 1980, la mayor parte de la gente vivía mejor que sus padres y, en las economías avanzadas, mejor de lo que nunca podrían haber imaginado. Durante algunas décadas, a mediados del siglo, pareció incluso que se había encontrado la manera de distribuir entre los trabajadores de los países más ricos al menos una parte de tan enorme riqueza, con un cierto sentido de justicia, pero al terminar el siglo predomina de nuevo la desigualdad. Ésta se ha enseñoreado también de los antiguos países “socialistas”, donde previamente reinaba una cierta igualdad en la pobreza.
La humanidad es mucho más instruida que en 1914. De hecho, probablemente por primera vez en la historia puede darse el calificativo de alfabetizados, al menos en las estadísticas oficiales, a la mayor parte de los seres humanos. Sin embargo, en los años finales del siglo es mucho menos patente que en 1914 la trascendencia de este logro, pues es enorme, y cada vez mayor, el abismo existente entre el mínimo de competencia necesario para ser calificado oficialmente como alfabetizado (frecuentemente se traduce en un “analfabetismo funcional”) y el dominio de la lectura y la escritura que aún se espera en niveles más elevados de instrucción.
El mundo está dominado por una tecnología revolucionaria que avanza sin cesar, basada en los progresos de la ciencia natural que, aunque ya se preveían en 1914, empezaron a alcanzarse mucho más tarde. La consecuencia de mayor alcance de esos progresos ha sido, tal vez, la revolución de los sistemas de transporte y comunicaciones, que prácticamente han eliminado el tiempo y la distancia. El mundo se ha transformado de tal forma que cada día, cada hora y en todos los hogares la población común dispone de más información y oportunidades de esparcimiento de la que disponían los emperadores en 1914. Esa tecnología hace posible que personas separadas por océanos y continentes puedan conversar con sólo pulsar unos botones y ha eliminado las ventajas culturales de la ciudad sobre el campo.
¿Cómo explicar pues, que el siglo no concluya en un clima de triunfo por ese progreso extraordinario e inigualable, sino de desasosiego? ¿Por qué las reflexiones de tantas mentes brillantes acerca del siglo están teñidas de insatisfacción y de desconfianza hacia el futuro? No es sólo porque ha sido el siglo más mortífero de la historia a causa de la importancia, la frecuencia y duración de los conflictos bélicos que lo han asolado sin interrupción, sino también por las catástrofes humanas, sin comparación posible, que ha causado, desde las mayores hambrunas de la historia hasta el genocidio sistemático (…)
Como este siglo nos ha enseñado que los seres humanos pueden aprender a vivir bajo las condiciones más brutales y teóricamente intolerables, no es fácil calibrar el alcance del retorno (que lamentablemente se está produciendo a ritmo acelerado), hacia lo que nuestros antepasados del siglo XIX habrían calificado como niveles de barbarie (…) No pasamos por alto el hecho de que la tortura o incluso el asesinato han llegado a ser un elemento normal en el sistema de seguridad de los estados modernos (…)
Esta es la situación a la que debe adaptarse una parte de la humanidad en este fin de siglo y en el nuevo milenio. Sin embargo, es posible que para entonces se aprecie con mayor claridad hacia dónde se dirige la humanidad (…) Confiemos en que el futuro nos depare un mundo mejor, más justo y más viable. El viejo siglo no ha terminado bien.
Eric Hobsbawm. Historia del siglo XX. Editorial Crítica. Bs. As. 1998.
No hay comentarios:
Publicar un comentario